Época: Impresionismo
Inicio: Año 1874
Fin: Año 1886

Siguientes:
Manet o la modernidad
Degas y la mujer
Monet, Sisley y Pissarro: luz y paisaje
Renoir y la alegría de vivir

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

El origen histórico del Impresionismo suele identificarse con la aventura iniciada por una serie de jóvenes pintores independientes, en cuya nómina figuraban los nombres de Monet, Renoir, Pissarro, Sisley, Cézanne, Degas y Morisot, quienes, dolidos y hartos de verse excluidos sistemáticamente del Salón parisino oficial, decidirían organizar una muestra pública en la casa del fotógrafo Nadar, sita en el Boulevar des Capucines de la capital francesa.
Esta exposición, celebrada del 15 de abril al 15 de mayo de 1874, daría pie al crítico Louis Leroy a escribir en la revista satírica "Le Charivari", cuyas páginas habían recogido precisamente la colaboración de Daumier años atrás, para ridiculizar a Monet: "¿Impresión?.., ya lo decía yo. Puesto que estoy tan impresionado, es que ahí debe haber impresión... Y ¡qué libertad, qué maestría en la técnica! El papel de la pared en estado embrionario está mejor pintado que esa pintura".

De este juego de palabras, tan simple como hiriente, nacería el término impresionista. Una etiqueta que, con el transcurso del tiempo, pasó de ser descalificadora a ser sinónimo de calidad y aval para muchos artistas, incluyendo entonces a aquellos que, sin tener nada que ver con el que podríamos denominar impresionismo oficial, fueron inscritos de forma equívoca en el mismo marco impresionista por la sola condición de captar los valores de la luz y de la atmósfera en el paisaje.

Al igual que tantos otros movimientos artísticos, el Impresionismo fue tan complejo en sus orígenes como enriquecedor en sus efectos, siendo muy numerosos los factores que determinaron su prolífico desarrollo. Entre estos factores sobresale el papel del artista en una sociedad cambiante como la francesa de finales del siglo XIX, papel adobado por una serie de circunstancias y casualidades que desembocarían en su reconocimiento y en la posterior vinculación de unos artistas con otros.

Retrocediendo en el tiempo a la búsqueda de antecedentes, en lo relativo a la captación de la luz que se proyecta sobre el objeto o la figura humana, hecha mediante toques fragmentados de color, pueden hallarse indicios de técnica semejante a la impresionista en muchos maestros del pasado, tales como Giorgione, Tiziano, Guardi y Velázquez, siendo este último el que mayor impacto y admiración les causara. Es conocido que Monet y Degas fueron asiduos visitantes de la Galería Española de Luis Felipe en el Louvre, así como el viaje que realizara el primero de ellos a Madrid en 1865 para conocer mejor la obra del pintor sevillano expuesta en el museo del Prado, experiencia que le llevó a decir que "Velázquez es, decididamente, el pintor de los pintores".

Más cercana a su tiempo fue la influencia que recibieron los impresionistas de los paisajistas ingleses, protagonistas de alguna manera de la renovación experimentada por ese género. Hay, en efecto, acusadas analogías entre los paisajes de Constable y los debidos al Impresionismo, sobre todo en los pequeños bosquejos que, pintados al aire libre, recogen determinados momentos lumínicos y atmosféricos. También sus escritos revelan preocupaciones que, de alguna manera, fueron recogidos por los pintores franceses. Y tampoco es banal el hecho de que artistas como Monet y Pissarro tuvieran conocimiento directo del hacer tanto de Constable como de Turner durante su estancia en Londres en 1870, aun cuando las inquietudes pictóricas de esté último estuvieron siempre alejadas del ámbito impresionista.

Por lo que se refiere al estudio de la naturaleza, el marcado interés de los impresionistas por su observación y por los logros conseguidos en la reproducción de las distintas fases del día, desde el amanecer hasta la caída de la tarde, y de las distintas luces que ofrecen la llanura o el claro del bosque, da fe cierta de que siguieron y profundizaron en el camino abierto por la Escuela de Barbizon.

No en vano, más de un maestro realista ejerció su influencia personal en algún pintor impresionista, llegando incluso a ser testigo del auge y éxito del nuevo movimiento. Es el caso del apoyo que brindó Corot a Boudin, Monet, Renoir, Morissot y, especialmente, a Pissarro, a quienes siempre recordaba que "la naturaleza es el mejor de los consejeros". Es el caso, también, de la ayuda prestada por el español Narciso Díaz de la Peña al joven Renoir.

En el monto de circunstancias causales y casuales que informan la génesis del Impresionismo hay que mencionar en primer lugar la referencia geográfica del puerto de El Havre, dado que fue allí donde Monet, futura alma del movimiento impresionista, realizó sus primeras incursiones en el campo artístico, centrándolas como caricaturista.

Esta labor fue conocida y reconocida por Eugène Boudin (1824-1898), pintor de temas marítimos, quien indujo al joven Monet a practicar la pintura al natural bajo la consigna de que "todo lo que se pinta directamente y en su mismo lugar tiene una fuerza, un vigor y un toque de vivacidad que jamás puede lograrse en el taller; tres pinceladas del natural valen más que dos días de trabajo frente al caballete". Un objetivo que se constituyó en el punto de referencia obligada del Impresionismo y que Monet persiguió a lo largo de toda su trayectoria artística.

Otra feliz coincidencia fue el encuentro de Monet con Pissarro en 1859 en la Academie Suisse de París, donde acudieron para intensificar sus estudios. También es de celebrar su encuentro con el pintor de origen holandés Johan Barthold Jongkind (1819-1891), una vez reanudada su actividad pictórica en El Havre, tras haber prestado su servicio militar en Argelia. Pintor de marinas de la costa de Normandía y de El Havre, y ocasionalmente de la campiña holandesa, fue quien puso en contacto a Monet con Boudin, pintando los tres al aire libre. De Jongkind diría con el tiempo Monet: "Nos pidió que le mostrásemos nuestros bocetos, me invitó a ir a trabajar con él, me explicó el porqué de su manera y, complementando así la enseñanza que yo había recibido de Boudin, fue, a partir de ese momento, mi verdadero maestro. A él es a quien debo la educación definitiva de mi ojo". Una influencia que fue compartida por otros pintores de la época, que veían a Jongkind como "el padre del paisaje moderno".

Tras esta experiencia, Monet se trasladaría a París para someterse a una formación seria y disciplinada, escogiendo el taller de Gabriel-Charles Gleyre, a la sazón subsidiario de la Escuela de Bellas Artes. Allí coincidió con Jean-Frédéric Bazille (1841-1870), Alfred Sisley (1839-1899) y August Renoir (1841-1919). Juntos pintaron al aire libre y Monet, que los aventajaba por su experiencia anterior con Boudin y Jongkind, les transmitió su entusiasmo por la pintura paisajística, desplazándose los tres a trabajar al bosque de Fontainebleau, al igual que lo hicieran en su día los pintores de Barbizon.

El café Guerbois de París fue otro de los lugares que sirvió de encuentro para los primeros pintores impresionistas entre 1866 y 1870; un local situado en las proximidades de la casa de Monet, en el barrio de Batignolles y al comienzo de la futura avenida de Clichy. A las tertulias que allí se celebraban acudían asiduamente Monet, Sisley, Pissarro, Renoir, Bazille y, con menor frecuencia, Degas, Manet y Fantin-Latour, menos preocupados por la pintura al aire libre. A los pinceles de este último, amigo y defensor de Monet, inmerso en el movimiento intelectual de su época pero siempre independiente de tendencias concretas -"en mis venas corre una sangre demasiado mezclada como para que me puedan conmover las cuestiones de escuelas y nacionalidades", según llegó a manifestar-, se debe el retrato colectivo El Taller de BatignoIles (1870), donde aparecen algunos de los asistentes a las reuniones del café Guerbois ya mencionados, junto al poeta Astruc, a Edmond Maître y a Emile Zola.

Precisamente Zola, prolífico escritor y autor del conocido manifiesto "Yo acuso" en el caso Dreyfus, se reveló en sus artículos de crítica de arte como declarado defensor de los pintores impresionistas. "Confieso tranquilamente -escribe en las páginas de "L'Evénement"- que admiro a Manet: hoy vengo a tender una mano simpática al artista que un grupo de correligionarios ha puesto en la puerta del Salón... El sitio del señor Manet está marcado en el Louvre, como el de todo artista de temperamento fuerte y original". En otros artículos seguiría defendiendo a Manet, Renoir y Pissarro, atacando al tiempo a aquellos pintores y escritores que se oponían a las novedades artísticas. Ello le valdría enemistades y, en el caso concreto de Cézanne, amigo de la infancia, la ruptura de relaciones tras la publicación de "La obra" (1866), novela inspirada en el mundo de los pintores.

En esta larga serie de referencias vinculantes no falta la relación entre el Impresionismo y el Realismo, relación que a muchos autores les ha llevado a considerar al primero como la última manifestación del segundo.

Ciertamente, el compromiso con la contemporaneidad que proclamara Courbet siguió estando vigente entre los impresionistas. También el consejo de Proudhon respecto a "pintar a los hombres en la sinceridad de su naturaleza y costumbres, sobre todo sin posar" fue seguido al pie de la letra. Sin embargo, la diferencia entre realistas e impresionistas es evidente en cuanto al modo en que unos y otros muestran la realidad.

La visión de los impresionistas es una percepción optimista del mundo, de la sociedad y, sobre todo, de la vida parisina, que es presentada en sus aspectos más gratos y amables: el ambiente de sus calles, sus paseos, los espectáculos y diversiones, etc. Parecen identificarse así con Baudelaire, quien en 1846 manifestaba que "la vida parisiense es fecunda en temas poéticos y maravillosos. Lo maravilloso nos envuelve y nos nutre como la atmósfera; pero no lo vemos". Los pintores impresionistas sí lo vieron y así lo reflejaron.

Como hombres de su tiempo, los impresionistas fueron influidos de forma notoria por los progresos de la fotografía y por la estampa japonesa. La fotografía les reveló la existencia y características de otros lugares del mundo, la materialización plástica de ángulos inéditos y de grandes planos, la descomposición del movimiento tanto de hombres como de animales. Ello les valió para perfeccionarse en la captación de primeros planos, en la proyección de profundidades y en la desarticulación tanto del espacio como de la perspectiva, ilustrándose también en los efectos de luz y de contraluz. La fotografía fue, pues, para estos artistas impresionistas un elemento auxiliar y un estímulo para perseguir resultados semejantes a los obtenidos con procedimientos mecánicos, pero a través de los pinceles y del ingenio.

Por su parte, el japonesismo fue una moda que se propagó con gran rapidez por Europa. Gracias a la reapertura del mercado nipón y a su introducción en el mercado occidental, a partir de 1854 los artistas franceses pudieron descubrir a los grandes maestros del grabado japonés que, como en el caso de Utamaro (1755-1806), Hokusaï (1760-1849) e Hiroshige (1797-1858), expusieron su obra en París.

Sus composiciones, descentradas u oblicuas, la esquematización de las formas, la síntesis y la finura del color, constituían algo completamente nuevo para los ojos occidentales, seduciendo a artistas como Manet, Monet, Renoir, Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Gauguin y, sobre todo, Degas.

Esta influencia japonesa se vería reforzada por la apertura en 1862 del bazar La Porte Chinoise, en la rue Rivoli de París, muy frecuentado por los artistas, así como por el éxito que acompañó a la participación nipona en las Exposiciones Universales de 1867 y 1878. Lo japonés se pone tan de moda que muchos artistas llegan al extremo de decorar sus talleres con abanicos orientales y hacen posar a sus modelos vestidas con kimonos, encontrando ricas sugerencias en ese arte foráneo, especialmente en materia compositiva.

Por otro lado, los impresionistas también se vieron favorecidos por el avance que supuso la fabricación de los colores con técnicas industriales. "Los tubos de colores al óleo, fácilmente transportables, nos permitieron pintar del natural. Sin tubos... no hubiese habido Impresionismo", llegaría a decir Renoir. Y es que, además de esa facilidad para su transporte, los colores industriales ofrecían una calidad y una variedad cromática que venían a aumentar las posibilidades de los artistas. Asimismo, se empezaba a poder disfrutar ya de una mayor variedad de pinceles y de lienzos, cuya adquisición no ofrecía dificultad alguna al abrirse tiendas especializadas en este tipo de material, tales como Goupil y Compañía y Chez Tanguy.

Enriquecido por todas estas circunstancias, el Impresionismo puede considerarse como una nueva forma de pintar, como "un sistema de pintura que consiste en reproducir pura y simplemente la impresión, tal como ha sido percibida realmente". Para el artista impresionista, pues, es vital el mundo de las sensaciones, su arte es algo instintivo y visual.

Esa visión va a estar sometida en este caso a las constantes variaciones lumínicas, hasta tal punto que la luz llegó a ser el principal protagonista del cuadro. Trabajar al aire libre resulta así imprescindible para que el artista pueda recoger la impresión fugaz del paso de la luz, siempre cambiante, sobre las figuras y objetos. Esta suerte de fenómeno es lo que llevaría a determinados pintores, y con especial énfasis a Claude Monet, a realizar series de un mismo escenario, de modo que pueda ser presentado bajo la variedad de matices luminosos que se generan desde la salida del sol hasta su puesta. De esta manera, los impresionistas ya no van a representar las formas y a emplear los colores como creen que debe hacerse, sino tal como los ven bajo la acción directa de la luz.

Esta es la razón de que abandonaran algunos principios tradicionales de la pintura, como el dibujo. Para precisar la forma y el volumen les basta la aplicación directa del color, a base de toques fragmentados de tonos puros y yuxtapuestos entre sí. La pincelada es suelta, de pequeños toques en forma de coma, una característica que va a ser la definidora de su estilo.

Los pintores impresionistas también abandonaron el claroscuro y los contrastes violentos. Eliminaron así de su paleta los negros, los grises y los marrones, para volcarse en los azules, los verdes, los amarillos, los naranjas, los rojos y los violetas. En ocasiones, aprovecharían las teorías que en materia de color elaboraron renombrados físicos como Chevreul (1839), Helmholtz (1878) y Rood (1881).

Los impresionistas abandonaron, pues, los convencionalismos y pintaban las cosas tal como las veían. Como escribiera el poeta Jules Laforgue en su "Miscelánea póstuma" (1903): "El ojo impresionista es, dentro de la evolución humana, el ojo más avanzado, aquel que hasta aquí ha copiado y reproducido las combinaciones de matices más complicadas que se conocen".